lunes, 31 de marzo de 2014

EL GRAN MISTERIO DE LA MUERTE


Por:
Gustavo Van Humbeeck Benegas
No basta con pensar en la muerte,
sino que se debe tenerla siempre delante.
Entonces la vida se hace más solemne,
más importante, más fecunda y alegre.
Stefan Zweig

Introducción.
Resulta providencial el hecho de que a lo largo de mi tiempo de formación hasta hoy  y en consonancia con la reflexión filosófica acerca de la existencia, me viera envuelto en el interés por leer y reflexionar acerca de aquella interrupción abrupta, aquel misterio que hace que la vida sea intensa, y ella es la muerte.
Así, la muerte como dicen todos los filósofos existenciales, es lo único certero que el ser humano tiene, lo demás es incierto, está sometido a la incertidumbre; y la vida es el tiempo disponible para esenciarse aunque ella resulte muy corta para tan difícil tarea.

El título de este ensayo, revela lo que piensa mi conciencia acerca del tema, y de hecho reconozco, como muchos que reflexionan sobre este tema,  que estoy ante un gran misterio.
A propósito de esto, Marcel, filósofo existencialista católico, distingue claramente el problema del misterio. El problema está ante mí, es algo externo que tiene una solución y puede ser explicada a través de la ciencia, de la razón.

Sin embargo, el misterio es un en mí y yo en él, es decir, el misterio me contiene y yo contengo el misterio, yo soy el misterio y el misterio contiene mi ser. Es así que el ser mismo es un misterio  y con más razón mi no ser mas ya, la muerte. Este misterio es inabarcable, insondable ininteligible a la luz de la razón, sólo a través de ella se puede lograr entender una porción minúscula de este misterio pero aún así, nunca se llegará a una respuesta absoluta.

Es así, que al dejarme sobrecoger ante este gran misterio, quisiera remontarme a mis experiencias cercanas de la muerte y entablar el diálogo sobre este tema desde el libro “Los niños y la muerte” de la psicóloga Elisabeth Kübler Ross, aceptando desde el inicio de este ensayo mi recogimiento y aceptación a este gran misterio que considero, que esta vida no me bastará para entenderlo. Así, lejos de pretender racionalizar el tema, busco lo que la misma autora plantea en esta obra, acepar y amar la muerte.

1.     La muerte como hecho por el cual el hombre sufre.
El ser humano sufre, y es un hecho natural del cual no puede escapar pero, el ser humano es capaz de aminorar el sufrimiento, acogerlo, convivir con él como parte constitutiva de la vida. El  hombre puede lograr desarrollar el amor fati, integrando el sufrimiento al gozo por vivir.

Uno de los hechos por el cual el hombre sufre es la muerte. Reflexionando sobre el sufrimiento, Ignacio Larrañaga, fraile capuchino, fallecido hace pocos meses, escribe: El hombre con su furiosa resistencia mental, ha transformado la muerte en la emperatriz de la tierra y señora del universo. Ninguna realidad encuentra tanta oposición como ella, y por eso es la enemiga por antonomasia del hombre y de la humanidad. Y crece en la medida en que se la rechaza. No obstante, no es ninguna realidad. Es, simplemente, un concepto objetivo y relativo; y, por cierto, el peor aborto de la mente.

A este simple hecho o idea de cesar, el hombre lo reviste con colores rojos y perfiles amenazantes; cuanto más piensa en ella, más la teme, y cuanto más la teme, más la engrandece, hasta transformarla en espectro y maldición[1]. Es así que el hombre sufre al pensar en la muerte, su angustia está aferrada a un deseo por vivir, pero en el fondo sabe que esta vida se le terminará.

El único ser que se hace problemas con la muerte es el hombre y aunque sabe que es una condición natural,  es decir, es una condición inexorable, está ahí  y pretender pulverizar esta condición es una inmolación sin sentido, no logra conciliarla como parte de la vida concluye Larrañaga.

No sólo le angustia el pensar en su propia muerte, sino también sufre por la pérdida de los suyos, de las personas que forman parte de su entorno. Es así que la partida de un ser querido nos es triste, no por la ausencia de ellas en nuestra vida, sino, tal vez por que tenga relación con el hecho de nuestra propia muerte. Muy en el fondo, somos conscientes de que es el destino que nos espera. 

Se sufre por que se rechaza esta realidad, este hecho natural que ocurre en toda la creación, en la totalidad de la naturaleza. Sólo nos queda recogernos y aceptar que nada permanece y todo cambia.  

Así, el sufrimiento por la muerte, en realidad es un rechazo, un considerar a ella como una maldición y no como una hermana.  Sin embargo, existen personas, y hasta el testimonio del mismo autor recientemente citado,  que viven o vivieron esta transición como un verdadero acontecimiento de renacimiento, de descanso, de trascendencia. Que en realidad, sin mucha experiencia han logrado reconciliarse con la muerte y la han acogido como una hermana, una compañera de camino.

Y es que la muerte es un verdadero tránsito, esta palabra me ha llamado bastante la atención ya que describe precisamente lo que debería ser la muerte en realidad. Elizabeth Kübler-Ross al respecto dice en esta obra: La muerte es la gran transición. Al observar, analizar y comprender las distintas maneras, los miles de formas en que las gentes de todas las edades y culturas realizan esa transición, se aprecia un milagro tan grande como el nacimiento[2]. Así confirmo, junto con la autora, que la vida en realidad es como una gran placenta en la que nos desarrollamos para pasar a una vida plena. Sólo que las reacciones son distintas, la gente se alegra con un nacimiento y el niño llora por que ha salido de la protección de su ambiente y deberá luchar por sobrevivir en un nuevo entorno, pero luego este mismo ser volverá a nacer, pero esta vez le tocará a él la alegría y los demás llorarán (¡que paradoja tan reveladora!).

Dentro de este presupuesto entablo mi reflexión y contrastando con la reflexión de Elisabeth concordamos en lo curioso del fenómeno. En el primer capítulo, ella reflexiona lo siguiente: Los que aprenden a conocer la muerte, más que a tenerla y luchar contra ella, se convierten en nuestros maestros sobre la vida[3], y considero que es así como en realidad he experimentado desde mis experiencias en el contacto con enfermos terminales, familiares y amigos. Estas personas me han enseñado a vivir la vida y a valorar la muerte. Lo más curioso es que dentro de esas experiencias, una niña me ha revelado la lección más contundente sobre este tema.

2.     La muerte en los niños.
En los capítulos que siguen, dentro de esta obra del cual rescato la reflexión sobre la muerte, se desarrolla las diferentes reacciones en torno a la muerte de los niños. Frustración, tristeza, desconsuelo, negación, duda, angustia, son los sentimientos que rondan tras el episodio de la muerte de un niño o niña. El sólo hecho de saber que un niño/a terminará muriendo gracias a una enfermedad terminal resulta una catástrofe abrumadora para toda la familia y la comunidad. La sociedad se consterna ante estos hechos, está más sensible ante este tipo de muertes. Pero, ¿cómo viven los mismos protagonistas este hecho trascendente?, es ahí donde se halla la riqueza de esta reflexión.

Una mañana, almorzando en la casa de los hermanos en la parroquia donde realizo mis labores pastorales, me entero de boca del sacerdote encargado de la parroquia que a una niña, sobrina de un compañero mío de bachillerato, le han diagnosticado leucemia. Mi reacción fue inmediata, natural en cualquier persona que recibe este tipo de noticias, pero lo más curioso fue cuando el sacerdote prosigue contando lo que le sucedió al llegar al hospital para administrarle la unción de los enfermos. Al llegar al hospital, el sacerdote divisa a la madre llorando desconsoladamente mientras que la niña dibuja espléndidamente una mariposa,  la saluda y luego de haber culminado de hablar con ella y administrarle el sacramento la madre le comenta las palabras de la niña, estas eran: “mamá, no llores que yo estoy preparada para ir con Dios” ¡Que gran lección me ha dado a mí este hecho y también al sacerdote que me lo compartía! Tiempo después fuimos a visitar a la niña en su casa y en verdad, a pesar de que era consciente que su enfermedad era terminal y que tarde o temprano la muerte se asomaría a ella, se notaba en su rostro una paz y una alegría. En su condición de muerte, ella irradiaba vida.

A lo largo de la obra Elizabeth reflexiona al respecto y compara las distintas reacciones que ella ha percibido de muchos enfermos terminales y encuentra una reacción distinta a la de los niños y ancianos. Los ancianos y los niños, resultan ser sus maestros y  nota que  ellos tienen presente en el pre consciente la muerte y esta idea les prepara para afrontar la transición. Es así que tanto los niños como los ancianos   tienen una manera distinta de afrontar su propia muerte, lo afrontan con paz y asumiendo con certeza que es parte de un tránsito a otro lugar, que no saben cómo será y nosotros mucho menos, pero que será el lugar donde les toca estar. Cuando esta intuición del pre consciente se hace consciente revela el sentido de la muerte y ello verdaderamente es una iluminación a este gran misterio.

Lo más curioso es el lenguaje simbólico con que los niños se expresan en estos casos. La Dra. Ross explica que este lenguaje revela la forma en el que se haya instalada la idea de la muerte y que la única forma de explicarlo es a través de símbolos que expresan lo que han de experimentar. Los dibujos, poemas, cartas, palabras, gestos revelan la profundidad con que viven los niños la transición de su propia muerte.

La Dra. Ross, destaca la importancia de los símbolos en los niños y es así que me vino a la mente automáticamente la actividad que estaba realizando la niña de la que he hablado anteriormente: ella estaba dibujando. Las preguntas no giran en torno a la acción, sino al significado. ¿Qué estaba dibujando la niña?, una hermosa mariposa. ¿Qué será que significa este dibujo?, la profundidad de los trazos y la expresión misma del sacerdote con respecto al dibujo me dan la intuición de que aquella niña tenía la certeza de que estaba enterada de que era hora de sufrir una metamorfosis y pasar a hacer de oruga a mariposa.

Desde mi subjetividad, tal vez podría explicar muchas cosas, pero el simple hecho de que la Dra. Ross haya enfatizado los símbolos, revela que aquellos gestos, miradas, dibujos, poemas, cartas dicen mucho acerca de lo que los niños experimentan dentro de ese pre consciente que les prepara para la transición, y esta preparación en otros casos, donde no existe una muerte por enfermedad sino una muerte repentina, se podrían tomar hasta como predicciones, intuiciones pre consientes de que experimentarán la muerte.

La Dra. Ross, al respecto de este hecho comenta lo siguiente: Otra madre, cuya hija de dieciséis años murió al caerse de un caballo, nos mostró un dibujo que su hija había realizado. El simbolismo de ese dibujo lleva a preguntarse si la niña sabía que iba a tener una inminente lesión craneal; lo mismo puede decirse de los poemas que escribió, que no sólo son conmovedores sino también muy reveladores. La primera poesía, sin título, la encontraron el día después de su muerte. Estaba en un trozo de papel, entre las páginas de su diario, que se había llevado de vacaciones.
Soy una niña aún
Perdida entre encajes y azucenas
Y nunca en la vida
Me acerqué a ti sin
Un miedo inicial.
Es mejor que crea
Por ti, en cualquier caso.
Espera, verás
Lo que quiero decir
Cuando me rompa en mil pedazos
Nunca habrás tenido tanto miedo en tu vida
Ni una compensación tan grande.[4]
La Dra. Ross tras el análisis de sus experiencias, insiste que en realidad no cabe duda sobre el conocimiento cierto por parte de los niños acerca de su muerte y que son capaces de sentirlo. No se trata de un conocimiento racional, consciente, que parte del YO, sino un conocimiento que surge del área espiritual, intuitiva que prepara gradualmente a los niños a encarar la muerte, incluso si los adultos niegan o evitan la realidad.
3.     Crecer sin fin. Camino hacia la paz.
La vida es entendida como un constante crecimiento, y es que todo lo que tiene vida crece, es así que la muerte también es crecimiento, ya que el ser humano está llamado a crecer sin fin, es un ser trascendente y la muerte es la puerta a esa trascendencia.

Marcel, a propósito de la trascendencia, explica que si bien, el misterio representa un límite para el entendimiento, éste limite tiene algo más que no se puede entender, ello es la trascendencia. Así, la muerte representa el límite de la vida tal cual la entendemos pero detrás de ese límite se encuentra la trascendencia que no podemos entender, sólo nos queda recogernos y aceptar.

Ignacio Larrañaga decía al respecto: el hombre debe hacerse amigo de la muerte; es decir, debe hacerse a la idea, hacerse  amigo de la idea de tener que acabar. Serenamente, sabiamente, humildemente debe acabarse: soltar las adherencias que, como gruesas maromas, lo amarran a la orilla, y (…) dejarse llevar mar adentro.
Todo está bien. Es bueno el duro invierno; luego vendrá la primavera. Después que yo acabe, otros comenzarán, así como muchos han tenido que cesar para que yo comenzara. Las cosas son así, y es bueno que así sean, y hay que aceptarlas como son. Yo acabaré, otros seguirán; y en su incesante ascensión, el hombre volará cada vez más alto y más lejos. Todo está bien[5].

Así se logra dar el paso al camino de la paz, a dejar de sufrir a aceptar la muerte como parte de uno, a dejar que vayan nuestros seres queridos al lugar al que les destina la propia muerte, y así llegar a la paz.

De esta manera, la vida y en especial la de los niños y tantas otras personas que integraron  a la muerte como compañera de camino, acaban transformando al peor enemigo en un amigo.



[1] LARRAÑAGA IGNACIO. Del sufrimiento a la paz.  Ediciones Paulinas. 6ª ed. 1992. P.  58-59
[2] KÜBLER-ROSS ELISABETH. Los niños y la muerte. Ediciones Luciérnagas.1998. p. 11
[3] Ibíd. p. 12
[4] Óp. Cit. Los niños y la muerte. P. 169
[5] Óp. Cit. Del sufrimiento a la paz. P. 60-61

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